Las muertes. Siempre, de forma u otra, aparecen en mi cabeza. Son pequeñas grietas que con el tiempo se vuelven abismos parlantes. No es una sola. Son varias, envueltas en mortajas de distinto color. No vienen todas al mismo tiempo a no ser que mi angustia sea tan grande que esté amenazando con devorarme de un solo bocado. Ellas vienen solas o de a pares. A veces la muerte roja, la que te desangra. Otras, la azul de la asfixia y la verde de la naturaleza. A menudo la amarilla, la que se anuncia más. Pero a la que más temo es a la muerte negra. Ella viene sin previo aviso. Estalla en alguien y se lo lleva sin tiempo a un adiós. Esa muerte es la que me quita el sueño. Es esa muerte la dueña de mis angustias.
Fui pensando en las muertes hasta mi habitación, fingiendo ser una persona corriente que piensa en lo que va a hacer mañana o pasado en tal o cual lugar. Fingí no pensar mientras la muerte negra me pensaba, y yo la pensaba a ella. Tan ensimismada estaba que me topé con él; ojos marrones que me buscaban en ese vacío en el que caí. Y él dio cuenta de mi situación, extendió sus proteicos brazos y me abrazó tan fuerte que por un momento dejé de pensar en la muerte. Dejé de pensar de qué sirve vivir si nos vamos a morir de forma u otra. Con ese abrazo que me estremeció el alma pensé en la vida. En lo lindo que es estar vivo si esos son los abrazos de la gente que vive y quiere revivir al trágico que piensa en las muertes.
Durante ese abrazo, viví sin pensarlas y estoy segura de que me puedo acostumbrar a ello.